Causalidad: Capítulo 7, La esperanza es lo último que se pierde

Causalidad es una novela por entregas de misterio escrita por Carolina Santos. Cada semana publicaremos dos capítulos. El texto del capítulo siempre estará, pero además le acompañará el audiolibro de cada capítulo.

Alec se acerca a la verdad

Capítulo 7: La esperanza es lo último que se pierde

Todos los episodios:


Me encontraba en un salón lujoso, con varios cuadros mitológicos colgados de la pared. Teresa observaba fascinada cada detalle del lugar en el que nos encontrábamos, mientras que Julián solo miraba el reloj, impaciente. Después de unos quince minutos esperando que se me hicieron eternos, la criada nos hizo pasar a un despacho, tan lujoso como el salón. Detrás de la mesa nos esperaba un señor de mediana edad, fumando. Me planteé seriamente pedirle uno, ya que no me quedaban, pero supuse que a lo mejor le sentaba mal.

– Bueno, Julián – le preguntó el señor, sonriente – ¿qué te trae por aquí? Tu padre no me había dicho que ibas a venir. Pero qué buena compañía traes.

Sonreí. 

– Buenos días, señor Estrada – saludó Julián – él es Alec y ella es Teresa. Veníamos a preguntarte sobre la empresa que tenías con los padres de Mateo y de Emma. 

El señor Estrada dejó de sonreír.

– ¿A qué viene esto? Si crees que eso tiene algo que ver con el asesinato de esa pobre niña, te equivocas; ya han encontrado a la culpable.

Decidí intervenir.

– Entonces, si no tiene nada que ver con el asesinato, ¿por qué no nos lo cuentas?

Había dado en el clavo. Estrada suspiró.

– Pero ¿qué queréis saber? Era una empresa como cualquiera, no sé qué bus…

– Entonces, ¿por qué les diste tu parte a los padres de Mateo y Emma? – le cortó Julián.

Se hizo el silencio.

– La vida da muchas vueltas – respondió, con los ojos fijos en Julián – en ese momento no me convenía tener una parte.

Sabía que estaba mintiendo.

– Señor Estrada – me acerqué a su mesa, aparentando tranquilidad – necesitamos datos. Es urgente. Mi mejor amiga es la que está acusada. Pero sé que no fue ella porque estábamos juntos en el momento del crimen. Usted sabe que si sabe algún dato relevante del crimen y se lo calla, puede ir a la cárcel, ¿no? Y le aseguro que no es muy buen sitio para gente rica como usted.

– ¿Me estás intentando amenazar, chico? – me soltó – soy abogado, así que me sé muy bien el código penal, gracias. Así que también sé que intimidar a la gente es un delito que te puede llevar al Reformatorio. Hasta otro día. 

Se levantó, dando por concluida la visita.

– Por favor – suplicó Julián – ayúdenos. Díganos alguna pista. Nadie se enterará de que ha sido usted. Sé que no le gustan las injusticias: van a condenar a una chica por un crimen que no ha cometido, y el único que puede frenarlo es usted. 

El hombre suspiró. 

– Buenos días.

Salimos a la calle cabizbajos. No habíamos sacado nada en claro de esa visita. Aún no sabíamos cómo se llamaba esa empresa ni a qué se dedicaba, ni tampoco lo que tenía que ver con los asesinatos.

Fuimos a comer al único sitio de comida rápida del pueblo. Nadie habló: me había dado cuenta de que  no íbamos a encontrar al verdadero asesino. Amelia pagaría de nuevo por algo que no había hecho.

Estaba tomándome un batido cuando llamaron a Julián.

– Es un número oculto. ¿Lo cojo?

Teresa y yo asentimos, con un rayo de esperanza. ¿Y si el señor Estrada se había arrepentido?

Julián dejó el teléfono en altavoz en medio de la mesa.

Se escuchó una voz de mujer.

– ¿Eres Julián?

– ¿Qué quieres? – preguntó éste.

– Stacy Rodríguez.

Colgó. 

¿Qué acababa de pasar? ¿Quién nos había llamado? 

¿Quién es Stacy Rodríguez?

Suspiré hondo. El policía le dio al play.

Se veía una calle oscura. Al rato aparecía Emma, con ropa de deporte. Seguramente vendría de entrenamiento de voleibol, pues le encantaba el deporte. Estaba mirando el móvil, su cara se iluminaba con la pantalla. Entonces apareció una sombra al final del callejón. Llevaba el pelo corto y una chaqueta de chándal. Metió la mano en un bolsillo y sacó algo que brilló bajo la luz de la luna. Se acercó a Emma y le clavó una, dos, tres, cuatro veces la navaja en la tripa. La joven cayó al suelo, sin vida. Entonces la asesina se giró a la cámara. El policía paró el vídeo e hizo zoom. 

Tenía el mismo rostro que yo. La misma nariz, los mismos ojos…

– Ya no cabe duda – dijo el policía.

Mi madre me miró con tristeza. Mi hermano, con repulsión. Me volvieron a llevar a la sala. 

Ya no había forma de escapar del Reformatorio.

CONTINUARÁ…

Escritora: Carolina Santos

Narradores: Carolina Santos y Rocky Rocker


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